En épocas previas existían puntuales obligaciones sociales,
pero de gran calado. Además de asistir a la iglesia los domingos, los
consabidos símbolos de duelo, las muestras de acompañamiento y solidaridad
(social, no personal) y por supuesto las consabidas inherentes al género. Y una
gran separación de la vida privada y la pública.
En los pueblos y en las pequeñas provincias duró más tiempo;
en las grandes ciudades se disolvieron en la imposibilidad y disolución de
paricularidades ante la masa social (vamos, que era más difícil apuntar con el
dedo, sobre todo en barrios grandes donde la oferta eclesiástica, por ejemplo,
era mayor).
Esas obligaciones han pasado, han desaparecido (al menos en
superficie, sin ahondar, por supuesto). Lo curioso es que hemos sustituido esas
obligaciones sociales (que nos eran impuestas desde el exterior, incluso desde
las instituciones de la época) por otras de carácter aparentemente voluntario,
menos hondas, de aparente menor calado, pero que nos controlan aún más. Y es que ahora tenemos la enorme obligación
de divertirnos, y además, de demostrárselo a los demás.
No sólo estamos obligados a saber de todo eso que llamamos “cultura
popular” y que incluye deportes, política (últimamente otra suerte de deportes)
escándalos (si son monárquicos, mejor) programas televisivos, personajes
estrafalarios televisivos, marcas, lugares de moda…y un largo etcétera que nos
permita tener conversaciones banales (cuantas veces no pude participar en una
conversación por no ver Gran Hermano o similar). También estamos obligados a
divertirnos. Pero divertirnos de una manera que se pueda demostrar, a ser
posible que plasmemos en fotografía y podamos acompañar de un pie de página. Es
decir, una diversión bajo parámetros, una diversión demostrable en todo caso. Que
se pueda reflejar en internet, en la red social que hayamos elegido como
escaparate (social).
Así, no salir en una fiesta señalada significa no cumplir
con la obligación social de “pasarlo bien”. El “terror” a ser un aburrido si
uno no sale, o peor, si uno se va pronto. Ese (o esa) está desperdiciando los
mejores años de su vida, se hace viejo antes de tiempo (recordemos la presión
de la juventud eterna) y pierde popularidad.Significa que ya no saldrás en la
foto de grupo de Facebook (esa en la que siempre sales con los ojos cerrados)
ni podrás poner de estado “Que fiestón” aunque todos saben (menos el que se fue
pronto) que se aburrieran hasta los gatos.
Años antes ibas al pueblo de tu abuelo y no había más. Era
algo agradable, o no, familiar o no, pero privado. Ahora es un “Entrañable fin
de semana en el corazón de Castilla”, a ser posible con foto de perro u oveja
(dependiendo de la suerte) despistado incluido, para que se vea que es verdad.
Y cuanto más hagas, y sobre todo, cuanto más ruido hagas sobre ello, mejor será
(aparentemente) tu vida. No importa que sea lo que te apetezca en ese momento,
que prefieras algo más individual o privado. Lo que no se ve no existe, no se
puede opinar, y por tanto, interfiere en la presentación que hacemos como seres
sociales.
Así, nos obligamos a salir aunque no queramos, a hablar con
gente en estas fiestas con la que nunca jamás hablaríamos. Nos creamos además
la necesidad del autoconvencimiento, de convencernos a nosotros mismos y a los
demás de lo bien que nos lo pasamos saliendo, trasnochando, bebiendo, aunque no
sea lo que nos apetece. Porque si lo reconocemos por error delante de otro
podemos pasar por aburridos y disminuir puntos en nuestra absurda posición
social (de los más divertidos, de los más alcohólicos, de los más aventureros).
En definitiva, parecemos estar acostumbrándonos a vivir acorde
a unas obligaciones sociales (voluntarias en apariencia) que nos someten a una gran
presión, y que pueden llegar a estresarnos. Así gastamos gran cantidad de
nuestro tiempo, de nuestra vida, en divertirnos acorde a la figura que parece
haberse establecido como “apropiada”.¿No perdemos demasiado tiempo en aparentar pasarlo bien en ocasiones en las que no es lo que nos apetece?