28 de septiembre de 2011

El trabajo y la angustia o la identificación en el trabajo

El trabajo no es sólo la forma en que nos ganamos la vida. No implica sólo la cobertura de las necesidades básicas. Cubre otras necesidades no tan evidentes, pero profundamente necesarias. Tener un buen trabajo, en el que nos sentimos a gusto implica sentirnos reconocidos. Nuestrapresentación del yo en sociedad parte de la forma en que llenamos nuestro tiempo; qué estudiamos, y después, en qué trabajamos. No se trata tanto, o no necesariamente, de la posición dentro de la empresa. Pero de algún modo, el reconocimiento o el sentirnos a gusto sí implica reconocimiento social. Da igual en realidad qué tipo de trabajo estamos haciendo si consideramos que nuestro esfuerzo es valorado y que el puesto es acorde a nuestras expectativas. El trabajo implica el reconocimiento social, una muestra de nuestra indispensabilidad dentro de la sociedad. Hacer bien nuestro trabajo, percibirlo como bien hecho, implica que formamos parte de la cadena productiva de la sociedad, que nos reconocemos como parte de ella y que nos pueden reconocer. Que somos útiles. Podemos verlo en los jubilados que evitan jubilarse (extraños personajes, pero que existen en todas las empresas). Todos necesitamos sentirnos queridos (normalmente en la esfera interior, en el hogar, entre los seres cercanos) y todos necesitamos sentirnos útiles. Y por eso cuando tenemos la desgracia de sufrir un jefe déspota o una situación de moobing laboral es tan angustioso para nosotros. Porque el no reconocer nuestra valía en el trabajo hace disminuir la sensación de utilidad social. Está tan profundamente arraigado en nuestra socialización que no siempre nos damos cuenta de los sutiles matices que tiene la relación trabajo-identidad.

23 de septiembre de 2011

La Autoexigencia

Nos exigimos mucho a nosotros mismos. Continuamente. No es algo temporal. Le exigimos a nuestro cuerpo un aguante infinito, de horas y horas de actividad. Exigimos tener la mente fresca mientras agotamos nuestro cuerpo, nuestro espíritu, mientras acabamos con nuestras ganas de lo que realmente nos apetece.
El Red Bull y el café son nuestros mejores amigos (déjate de perros y diamantes).
La publicidad nos habla de la figura de la super mujer, del super hombre. Personas que salen de casa perfectas y sin sueño, aguantan agotadoras jornadas laborales sin perder la sonrisa, vuelven a casa, cocinan, van al gimnasio, cuidan de sus hijos. Y están siempre perfectos.
Nos exigen tener estudios, idiomas, conocimientos de informática, de programas abstractos y concretos. Y si es posoble voluntariado. Ah, y ser jóvenes. Y mantenernos jóvenes, saber del panorama actual, estar delgados y con aspecto atractivo. No sólo interiorizamos las exigencias externas, sino que a ser posible le añadimos alguna cosita más, por eso de la eficiencia y la eficacia con nosotros mismos.
Nos autoexigimos triunfar en el trabajo, ser brillantes, mantener nuestro cuerpo en forma, tener hobbies, ser la estrella de las fiestas, inefables cocinillas y grandes maestros de vete a saber qué arte extraordinario.
Y me pregunto dónde quedamos nosotros. Cuando el despertador es mi peor enemigo, mi trabajo me desanima, el gimnasio está demasiado lejos y opto por el sándwich yo me autoexijo saber si es que me equivoco yo o es que se equivoca el resto de ese super mundo.

9 de septiembre de 2011

La incomprensión ante el suicidio

Me acabo de enterar, y no lo creo. Mi cabeza busca opciones absurdas. Pienso en posibles opciones. En equivocaciones, que no seas tú, que sólo fuese el intento, incluso que sea mentira, por enfado, por rabia, por rencor. Me cuesta creer que la gente deje de ser en un momento, que ya no exista más, que sólo quede como nombre o como dos fechas conectadas de tu principio y de tu fin.
Te has suicidado. Has pasado de tu hija, de la gente que te quería, y te has centrado sólo en quien no te quería como tú querías que te quisiese. Pienso que el error fue tuyo. Cuando alguien no te quiere como tu deseas, incluso como mereces, tienes que mirar hacia delante, quererte tú con ese amor que no te da la otra persona.
Pero no lo has hecho. Has abandonado a tu niña, que aún es niña. No sé como quieres que ella lo entienda.
Quiero insultarte, enfadarme contigo y llamarte estúpida, pero me duele tanto el corazón por tí que no puedo hacerlo. No se cuanto dolor tenías en ese momento. Qué pensabas. Qué sentías. Y te pienso como egoísta, loca y egocéntrica, porque has abandonado a tu hija. No se cuantos años tiene. Pero aún va al cole. Tú ya no vas a elegir su mochila nueva, ni le esconderás sus reyes, ni le forrarás los libros que tiene que llevar la semana que viene. Y no lo entiendo. Me cuesta creer que no seas más, que decidieras dejar de luchar por el resto de tu vida. ¿sólo por él? ¿Merecía tanto la pena? Tanto como para abandonar tus ilusiones, tu futuro, tu vejez, todas las experiencias que te faltaban por vivir.
No puedo comprenderte. Pero el corazón me duele horrores, y me hubiera gustado tanto decirte estas cosas, que no merece la pena, que tú valías más que eso, que todo pasa y que el tiempo calma los dolores del corazón, como los de la cabeza, los del alma y los del cuerpo. No pensé en tí el día que decidiste pasar de tu vida, y ahora no voy a sacarte de mi cabeza en tiempo. Ahora me siento incluso culpable, por no dedicarte pensamientos ese día. No teníamos amistad, ni relación, sólo nos unían personas a quienes queríamos. Pero no puedo evitar llorarte y sentir un gran dolor por tu decisión.
Tengo mucho dolor por tí, tanta pena por tí, pero mi enfado contigo es tan grande.
Pienso en el daño que tú vas a causar. En el dolor que les causas a los que se quedan. Y me enfado contigo porque le vas a causar un dolor tan grande a alguien que quiero tanto. Podías haberle dejado, haberle mandado  a la mierda. Haber dejado tu trabajo si es que no te gustaba; algo hubiese salido, por malo que fuese, algo con lo que aguantar luchando por algo mejor. Siempre hay otra cosa esperándonos. Y si no, vayamos nosotros a por ella.
Ahora me queda a mí cuidar el dolor de quien dejas. Y no me parece justo. Y a la vez me duele tanto que tu dolor llegase a esto. De verdad que lo siento tanto por tí.

La mujer del metro o las cosas que no hacemos.

Ayer ví a una mujer llorando en el vagón del metro. Tendría unos 40 años (¿más?, ¿menos?) Era gruesa y morena, de cara agradable. Iba sentada, escuchando música y con los ojos cerrados. Era un llanto de esos silenciosos, de los que sólo caen lágrimas pero que no alteran los gestos. Era llanto de dolor, no de desesperación, creo que ni siquiera de pérdida. Pero eso es lo que me pareció a mí.
Quise, pensé, ofrecerle un pañuelo. Pero no tenía. Me hubiera gustado ofrecerle algún tipo de consuelo. Sentí tanta pena, y la necesidad de decirle algo, cualquier cosa. Pensé en ofrecerle un dulce, ese tipo de cosas que te dan un poco de dulzura cuando no sientes ninguna. Pero tampoco tenía. Y pensé ofrecerle simple contacto. Apretar su brazo, tocar su mano. Porque pensé que a mí me hubiera dado algún tipo de consuelo. Un apretón de mano, una sonrisa de comprensión, porque todos lloramos y somos capaces de entender el dolor de los otros, ni siqueiras las causas, pero sí la sensación de pena. Pero pensé, tanto pensaba yo, que igual le molestaba, que tal vez se asustase con sus ojos cerrados, que lo sentiría como una intromisión en su intimidad. Vamos, que me dió miedo, me dió vergüenza, me busqué excusas y no lo hice. Así que yo me quedé con mi vergüenza y ella con su tristeza y la soledad que se siente en esos momentos.
Claro que somos una sociedad individualista, pero no es que no nos importen los demás. Es que tenemos demasiado miedo, demasiada vergüenza, y estamos solos en compañía.
La recordaré tiempo, seguro que volveré a acordarme de ella, aunque olvide su cara o la linea de metro. Pero se me quedará la sensación de que no hice nada por intentar ofrecer consuelo.

7 de septiembre de 2011

Vendedores de humo

Nos hablan de lo que queremos oír. Del futuro, porque el futuro es incierto y siempre atrae pensar en él; en un futuro jugoso, lleno de vivencias positivas, donde poder demostrar nuestra valía.
Pero mienten. Aprovechan nuestro hoy como empeño por el mañana. Pero el mañana de hoy sigue siendo hoy, cuando llega. Así el mañana prometido nunca llega. Son vendedores de humo, que aprovechan nuestros sueños en su propio beneficio. Qué barato el beneficio de su hoy a cambio de nuestros sueños de mañana. Robarán nuestra confianza, empeñarán nuestra esperanza basados en la promesa de la mejoría.
Se esconden en cualquier sitio; están en todos lados. El don de la ubicuidad. Pueden ser descubiertos porque siempre aseguran que tú eres la única persona a la que van dirigidas tantos bienes, porque las promesas las lanza sin testigos que puedan ayudarte a reclamar ese mañana. Abre bien los ojos, que están en todas partes.